NEBLINA MORADA
Clown
Irving Ramírez
Clown
Irving Ramírez
Contra lo que se piensa, no es fácil ser payaso en estos tiempos. Efectivamente el humorismo involuntario reina, sobre todo en la vida social (política, medios electrónicos, deporte), empero, la profesión del clown es difícil. Payaso no es aquel que se maquilla para repetir chistes gastados, o en este país de doble sentido, tampoco el que requiera de las maneras gastadas de joder al de junto. La profesión de la máscara que abunda en todo el mundo para recordarnos que reír es un privilegio, que fuera de todo sino abrumador, existe el refugio de la risa. Hay toda una leyenda sobre los payasos, desde la vida en los circos, hasta la cada vez más recurrente fobia de niños a quienes les inspira terror desde la película de Eso, basada en una novela de Stephen King. Los circos serían su hábitat natural, donde son pilares, y en varios países dignifican este oficio. Sin embargo, en la película Sombras y niebla de Woody Allen, el magnífico John Malcovich encarna a un payaso tétrico y mezquino, en medio de una guerra pasional entre los demás miembros de la carpa. Quien se metió en su mundo y realizó una cinta espléndida fue Fellini en Los payasos, echando mano al mundo carnavalesco, a la magia que pueden crear, al desdoro que incitan, a la recreación del ridículo humano como parte concomitante a su naturaleza. Y sobre todo, en un homenaje surrealista de esta pátina que permea no pocos de sus filmes, entre la sátira, la ironía, la parodia, y el delirio.
Los semi y cuasi payasos que abordan el servicio urbano para deprimir con sus sainetes vulgares y misóginos y homofóbicos a la concurrencia, son endémicos de los países pobres (no les queda de otra). Cualquiera que se maquille puede subirse al tren de la parodia, con resultados contrarios: un lastimero y degradante espectáculo que repele. Los televisivos tampoco se libran de esta estulticia, Brozo, por ejemplo, y su abandono del espíritu del clown para posesionarse de un animador mercenario.
El payaso y el lugar común de que es un hombre triste, es una falacia; un verdadero payaso lo es incluso sin maquillaje, lo es en la cotidianidad, lo es de mil maneras. Y si la risa es su contacto, prevarica un antídoto feroz contra la tristeza: es un se feliz, que goza haciendo reír y riendo él mismo, todo el tiempo. Nació así, una vocación. Ni siquiera necesita el disfraz para manifestarse. Puede encarnar en el cómico, sucedáneo del payaso pero sin la chispa exagerada y grandilocuente de éste. Heinrich Boll, el Premio Nobel alemán, compuso su novela Opiniones de un payaso, en la que Hans Schnier, un payaso en desgracia, llama por teléfono a mucha gente para desahogarse, su mujer lo ha dejado, está en bancarrota, y reflexiona sobre su vida, no sin cierta ironía y harta lucidez; me recuerda a Cesare Pavese, desde su hotel en Turín, buscando una mujer que al salir con él, le impida suicidarse: lo que hará al final. Lo importante de nuestro payaso es que él se apega a la crítica social, y desmenuza el régimen alemán surgido de la debacle nazi, en la socialdemocracia. Allí pone el acento con su ácida ironía. El rictus del maquillaje oligofrénico se expande quizá hasta El Guasón, payaso psicótico que pugna por el mal. En esa simbiosis, entre el mimo y el clown, entre el actor y el cómico, se desplaza el personaje. Un profesional con preparación en todos los órdenes; seria labor la de hacer reír a la masa.
En tierras aztecas, payaso es un insulto. Y se olvida la categoría del juglar, del bufón en la Edad Media: su genealogía. El clown es un espejo de nuestra ridiculez amnésica. El envés de la vida ordinaria. Al reírnos de él, nos reímos de nosotros sin saberlo. La risa es un don que todos aprecian, pero pocos provocan. Krusty, el payaso de los Simpson, encarna en el canalla, ventajista, deleznable ser que no oculta sus vicios tras la máscara. Un clown serio es un acróbata, un inteligente improvisador, un malabarista, un mimo, y un histrión. Nietzsche lo decía: todo lo que es profundo ama la máscara. Su cuerpo es el escenario de la hipérbole, y de la sinrazón transfigurada. Algunos poseen la pátina mordaz de la poesía.
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