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sábado, 18 de junio de 2011

Mi posición ante el Premio Príncipe de Asturias en Letras 2011 a Leonard Cohen, por José Manuel Recillas

MI POSICIÓN ANTE EL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS EN LETRAS 2011 A LEONARD COHEN
José Manuel Recillas

Hace unos días se anunció que el cantante, poeta y novelista canadiense Leonard Cohen se había hecho acreedor al Premio Príncipe de Asturias en Letras. Este prestigioso galardón es el más importante del planeta, después del Premio Nobel que se da en Suecia cada año.

El Príncipe de Asturias no es como los Grammys latinos que los hispanoparlantes hicieron en Estados Unidos en virtud que el Grammy real, el único realmente importante, ignoraba paladinamente, año tras año, y lo sigue haciendo, a los artistas comerciales que cantan en español. Al gringo gringo el Grammy latino le importa un bledo porque él no habla español, y si los idiotas hispanoparlantes van a pagar por usar el nombre del premio original para darse entre ellos un reconocimiento que en los hechos carecede importancia, pues bienvenido el dinero. Pero el Grammy latino (como el original) carece de cualquier prestigio y de cualquier relevancia. Tampoco es como el llamado Premio Nobel de Economía, que stricto sensu no existe; se trata en realidad de un premio de economía que está asociado a la Academia Sueca de Ciencias y Artes, y que se entrega en la misma fecha, y que aquélla anuncia a la manera de un maestro de ceremonias invitado.

El Príncipe de Asturias fue creado para reconocer los aportes que en diversos ámbitos, incluido el deportivo, por ejemplo, hagan individuos o instituciones al mundo, y es, en ese sentido, el galardón que contempla un mayor número de disciplinas, incluidas la economía y las ciencias sociales, y todas con el mismo rigor.

Que este 2011 se le haya otorgado a alguien que es más conocido y admirado en el mundo por su labor como eso que ahora llamar cantautor es un evento digno de llamar la atención. Quiero fijar mi postura frente a este reconocimiento a uno de los iconos populares más importantes del mundo.

No es la primera vez que el galardón lo obtiene una figura de este tipo. Ya en 2007, y para sorpresa de muchos, y enojo de muchos otros también, lo había obtenido Bob Dylan, y en la misma categoría que hoy la recibe Cohen: Letras. Lejos de rasgarme las vestiduras y protestar, me parece digno de encomio que en tan poco tiempo dos personalidades tan importantes reciban el mismo premio, incluso en mi caso, como alguien que no siente particular interés por lo que hace Leonard Cohen, hacia cuyas canciones nunca me he sentido particlarmente cercano ni con quien me identifico en sentido alguno.

El premio de Letras a dos escritores de canciones es de enorme importancia porque en ambos casos significa, además del dinero y el prestigio implícitos, el reconocimiento (y esto lo saben mejor los sociólogos que los llamados "intelectuales", al menos en México) de que la cultura popular no es muy diferente de la cultura de elite y que, de hecho, sin la primera no existiría la segunda. Esto lo sabían muy bien los músicos renacentistas, Mozart, Beethoven, Brahms, Mahler y también poetas como César Vallejo y Federico García Loca. Desde una perspectiva social, significa también que todo un apartado de la cultura underground del último medio siglo, o más, en el caso de Dylan, finalmente adquiere una respetabilidad que le había sido negada por una buena parte de la cultura de elite. No hay que ir muy lejos para ver con qué desprecio olímpico no pocos de nuestros "intelectuales", o escritores en revistas como Nexos o Letras Libres, ni siquiera ocultan su desprecio por esta clase de artistas, escriban sus canciones en inglés o lo hagan en español, sino que lo exponen con una impudicia digna de mejor causa.

Pondré un solo ejemplo de cómo esta cultura popular ha sido vista con desprecio por nuestros escritores y pensadores. Hace más o menos un año, Miguel Salmón del Real me hizo ver una entrevista que Jorge Volpi dio a una revista, en la que el novelista mexicano hablaba de que su sueño era ser director de orquesta. No dijo que quisiera ser guitarrista de un grupo de rock, sino específicamente director de orquesta. No es, por cierto, el único caso; pero recuerdo que le dije a nuestro egregio amigo que me parecía que ese "sueño" volpiano era explicable en función de una aspiración de corte juvenil a la que casi ninguno escapa.

En efecto, cuando uno es adolescente o un jovenzuelo, y cae en las dulces garras de la música, la mayoría caemos en las del rock, y no hay imagen icónica más seductora que la de cualquier gran guitarrista: Jimmy Page, Angus Young, Eric Clapton, Jimmy Hendrix, Tom Scholz, you name it, son virtuosos deslumbrantes de su instrumento, y su carisma resulta casi irresistible --de allí que, por ejemplo, se haya inventado la guitarra imaginaria, el instrumento ideal mediante el cual cualquiera de nosotros nos unimos, desde la sala o la recámara de nuestra casa, a nuestros ídolos y tocamos los mismos solos de guitarra que ellos; más recientemente, se inventó el juego Guitar Hero para poder practicar de manera más cercana este placentero ejercicio musical.

Pero este sueño adolescente muy pronto termina cuando uno crece y debe enfrentarse a la vida diaria y ganarse el pan diario. El adolescente puede darse el lujo de identificarse con un greñudo sudoroso y maloliente que corre por el escenario haciendo toda clase de desmanes, incluido el de destruir su instrumento, por ejemplo, porque del adolescente no se espera nada más que sea adolescente y pase pronto a la siguiente etapa de la vida. Pero el sueño de tocar la guitarra como un profesional siempre queda en cualquiera de nosotros. No es difícil ver en el transporte público gente con sus audífonos tocando la guitarra imaginaria o haciendo redobles de batería o llevando el ritmo, y a veces incluso cantando. Pero aquel que se decide por la vida intelectual, no puede menos que ver con desconfianza a ese greñudo que toca la guitarra, y es natural que busque un icono que le quede, y ese es el del director de orquesta.

Para cualquier psicólogo, especialmente si es freudiano, las connotaciones fálicas en uno y otros ejemplo resultarían evidentes, pero su opinión en este momento no nos importa. Lo que importa en ambos casos es que hay una confusión semántica con lo que uno escucha y el placer que proporciona, y lo que se requiere para que ese placer sea posible. En ambos casos, algo que es enormemente difícil, es ocultado por la maestría inrterpretativa. Más aún, en el caso del área intelectual, la posible identificación con el director de orquesta se debe a que se piensa que es muy fácil dirigirla: sólo hay que mover las manos. Pero en ambos casos lo que se pierde de vista es que detrás de cualquiera de estas dos actividades, hay un ejercicio intelectual y técnico de no escaso mérito.

De modo que otorgarle el más importante premio internacional a Leonard Cohen, no menos que a Bob Dylan en 2007, no sólo le otorga la respetabilidad que a esta profesión se le había negado desde el ámbito intelectual de elite, sino que además reivindica todo un movimiento cultural con el que millones de jóvenes de cuerpo y de espíritu se identifican. Más aún, abre las puertas para que otros artistas similares pudiesen obtener tal distinción, como podrían serlo Joan Manuel Serrat o Silvio Rodríguez, iconos culturales tan importantes como Dylan o Cohen.

Y quiero señalar algo que es importante sobre este premio y reconocimiento de la cultura popular, de aquellos que escriben canciones. Hoy, los poetas o pensadores de elite pueden ver con desprecio este premio a Cohen o a Dylan porque escriben simples canciones, pero la tradición musical occidental empezó, justamente, con simples canciones. No otra cosa son los madrigales renacentistas. Su variante inglesa se llamaba simplemente así: songs, canciones. John Dowlnad, uno de los compositores más importantes del temprano barroco inglés, escribió algunas de las más notables songs de todos los tiempos, y compararlo con lo que han hecho Bob Dylan o Leonard Cohen, no menos que lo que han hecho Lennon & McCartney, Taupin y Elton John, sería ignorar ese hecho histórico simple y llano. Las óperas, que tanto gustan a los operópatas, como los llama Manuel Yrízar, no son otra cosa que canciones en ristre (o "talento apilado", como lo llamó un amigo) puestas en escena apoyando una historia de fondo.

Decir, como lo acabo de hacer, que al otorgarle el premio Príncipe de Asturias a Leonard Cohen es reivindicar todo un movimiento cultural del último medio siglo es apenas una verdad a medias. Significa, también, recordar que al hombre occidental (no menos que al oriental, pero conocemos mejor nuestra tradición occidental) le gusta y le da un enorme placer cantar, y que el aspecto sonoro del canto está presente tanto en la música como en la poesía desde el Renacimiento italiano, y que no es casual que las dos formas que surgieron en ambas disciplinas tengan un nombre tan rotundo como sonoro: sonata en música, y soneto en poesía. Ambos términos hacen referencia a lo que suena: la palabra y la música. Y esa tradición que empezó en la Italia del Renacimiento, y entre cuyos egregios representantes se encuentra Vincenzo Galileo, el padre de Galilei, es el resultado de una lectura equivocada (pero que Harold Bloom diría adecuada o correcta) de la tradición griega del teatro y su intento por restablecerlo como modelo a seguir. De esa lectura de la tradición antigua surgieron las primeras óperas y los madrigales que autores como Banchieri y Monteverdi nos legaron, y las relaciones entre poetas que colaboraban con compositores no se ha interrumpido desde entonces. Las schubertiadas, por ejemplo, durante el romanticismo, son algunas de las más memorables veladas en las que Franz Schubert, un compositor especialmente dotado para la melodía y la comprensión de los textos líricos, compuso algunas de las más bellas canciones de los últimos 300 años, basadas en poemas de sus contemporáneos, con no menos rigor que lo que antes había hecho Monteverdi con poemas de Petrarca, y con no menos fortuna de lo que John Lennon y Paul McCartney hicieron en los años sesentas, o con la que los dos galarconados con el Premio Príncipe de Asturias de Letras, Bob Dylan y Leonard Cohen.

Y de esta amplia manera demuestro cómo es que ese desprecio que ciertos escritores entre nosotros no teme mostrar hacia esta clase de artistas es sólo el fruto de una ignorancia demencial, de un desconocimiento de la tradición lírico-musical de los últimos 500 años, y en última instancia, de un esnobismo absoluto, de una posición que resulta del todo insostenible si sólo toma en consideración como válida la llamada cultura de elite. Este premio, sin más, reivindica esa tradición que acabo de mencionar, entre la cual se encuentra, también, por si faltara algo, la de los juglares, que daban cuenta de su época a través de su arte popular y sin pretensiones. Esa es la verdadera importancia del Premio Píncipe de Asturias a Leonard Cohen.

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