NEBLINA MORADA
La emergencia de lo místico
Irving Ramírez
La emergencia de lo místico
Irving Ramírez
En tiempos en que la realidad se ha vuelto más virtual que la imaginación, que muchas cosas suceden lejos de la experiencia corporal, y que la aspiración es tocar esos objetos reales cada vez más exclusivos, cada vez más inaccesibles, cada vez más saturados del valor de la riqueza material, reaparece un nuevo designio humano: el nuevo misticismo. La espiritualidad que por un lado hace posible la poesía, por otro la filosofía amenazadas en estos tiempos oscuros, como en otras épocas, se rebelan y revelan como subversiones extrañas. Ha habido perennemente portadores de la luz interior, pienso en Tolstoi y su cruzada mística por la tierra rusa, en libertadores y en estadistas, en filósofos como Kieerkegaard, Wittgenstein, Benjamin, que apelando a un estadio religioso definieron una ruta del pensamiento moderno, sobre todo en las corrientes del ser. La poesía ha tenido esa cualidad de proveer de signos y sentido al espíritu, ha obrado como purificadora y como expiadora, ha esgrimido su talante teleológico, utópico, desde el romanticismo. Si el sinsentido aflora con la brutal embestida de la especulación financiera, con el sistema fincado en la ganancia y el flujo del dinero y la preponderancia de los negocios por sobre el bienestar humano, estamos ante esa cacería de lo irreal.
Paradójicamente, lo real es eso inaprehensible que religiones, filosofías, toman como eje de su naturaleza. Si hay la proclividad para desaparecer la poesía, la filosofía, y enturbiar y pervertir la religión, entonces la escalada es contra la espiritualidad. El hombre de hoy es menos espiritual, porque serlo no es cool. Hay la idea de los egoísmos como corolario de la vida moderna. Es tanta la desconfianza en la religiosidad que propicia burla, descalificaciones, escepticismo, y rechazo. Ya Kierkegaard en el siglo XIX decía que el hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina parlante. Todo está permitido con tal de obtener lo que se desea. Esta espiritualidad en un sentido colinda con la inocencia. No de la ausencia de pecado y culpa, términos judeocristianos, sino con la esencia del ser. El amor, así como la aspiración de trascendencia, el sentimiento del tiempo, tienen que ver con esto. No es fortuito que la resistencia en el mundo provenga de seres espirituales. Reconstruir el humanismo, el ideario de búsqueda atañe a los artistas, a los padres, a los líderes. Pensar en un mundo mejor, donde el valor de todo, de las cosas y las personas proviene de su esencia, es, me parece, ese reducto intocado que aún se conserva en muchos.
Huelga decir que el cinismo es una constante, que los jóvenes rehúyen mirar hacia sí mismos, que nadie hace actos de contrición, que purificase por dentro es tarea de ascetas, budistas, y fanáticos. Que volver a los valores familiares, a la utopía toda, a la conexión con la naturaleza, al respeto por lo creado es irrelevante. Y, sin embargo, lo que empieza a gestarse es precisamente una respuesta a esto.
Es lógica esta revuelta de lo interno, ese apego a la solidez de lo invisible. Quienes pugnan por el amor real, por la obcecada tarea de interesarse por el otro, sea cuáles fuesen los resultados, optan por esta vindicación de lo secular y la restitución de cierta armonía perdida en el diálogo del universo. El espíritu, en estos tiempos, tiene la palabra. Y hablo del espíritu de las cosas mismas también, de los hechos públicos, de la mirada de cambio y de la enseñanza del perdón. La inteligencia es también una creencia: el punto en que la fe y la reflexión pueden coincidir. Son los puntos que unen, la instancia que trasciende y que instaura un poco de eternidad en la mirada.
Paradójicamente, lo real es eso inaprehensible que religiones, filosofías, toman como eje de su naturaleza. Si hay la proclividad para desaparecer la poesía, la filosofía, y enturbiar y pervertir la religión, entonces la escalada es contra la espiritualidad. El hombre de hoy es menos espiritual, porque serlo no es cool. Hay la idea de los egoísmos como corolario de la vida moderna. Es tanta la desconfianza en la religiosidad que propicia burla, descalificaciones, escepticismo, y rechazo. Ya Kierkegaard en el siglo XIX decía que el hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina parlante. Todo está permitido con tal de obtener lo que se desea. Esta espiritualidad en un sentido colinda con la inocencia. No de la ausencia de pecado y culpa, términos judeocristianos, sino con la esencia del ser. El amor, así como la aspiración de trascendencia, el sentimiento del tiempo, tienen que ver con esto. No es fortuito que la resistencia en el mundo provenga de seres espirituales. Reconstruir el humanismo, el ideario de búsqueda atañe a los artistas, a los padres, a los líderes. Pensar en un mundo mejor, donde el valor de todo, de las cosas y las personas proviene de su esencia, es, me parece, ese reducto intocado que aún se conserva en muchos.
Huelga decir que el cinismo es una constante, que los jóvenes rehúyen mirar hacia sí mismos, que nadie hace actos de contrición, que purificase por dentro es tarea de ascetas, budistas, y fanáticos. Que volver a los valores familiares, a la utopía toda, a la conexión con la naturaleza, al respeto por lo creado es irrelevante. Y, sin embargo, lo que empieza a gestarse es precisamente una respuesta a esto.
Es lógica esta revuelta de lo interno, ese apego a la solidez de lo invisible. Quienes pugnan por el amor real, por la obcecada tarea de interesarse por el otro, sea cuáles fuesen los resultados, optan por esta vindicación de lo secular y la restitución de cierta armonía perdida en el diálogo del universo. El espíritu, en estos tiempos, tiene la palabra. Y hablo del espíritu de las cosas mismas también, de los hechos públicos, de la mirada de cambio y de la enseñanza del perdón. La inteligencia es también una creencia: el punto en que la fe y la reflexión pueden coincidir. Son los puntos que unen, la instancia que trasciende y que instaura un poco de eternidad en la mirada.
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