Terrorismo contra Occidente
José Manuel Recillas
José Manuel Recillas
Pobrecito mi patrón,
cree que el pobre soy yo.Alberto Cortés
El reciente atentando “terrorista” del grupo Individualidades Tendientes a lo Salvaje en un plantel del Tec de Monterrey parecería un acto fuera de lugar, especialmente porque México no es precisamente un país con desarrollos tecnológicos de vanguardia como podríamos imaginar. Pero el asunto me interesa no tanto por lo que estos “terroristas” “anarquistas” defienden, sino justamente por lo que los medios de comunicación, no menos que los aparatos de seguridad del Estado, han dicho de ellos.
La mayoría de los comentarios de periodistas, columnistas y lamehuevos de oficio se caracterizaron por su ligereza, torpeza y por su arbitrariedad. Desde la torpeza semántica de una Denise Maerker, que no acierta a dar pie con bola, y cita a Theodore Kaczynsky como antecedente de lo ocurrido en México, hasta el patético ejemplo de Martín Mendoza, en Radio Red, quien haciendo uso de habilidades tiranosáuricas para no tropezarse con su propia lengua o morir electrocutado con tanta baba, muestra su enciclopédica ignorancia, defendiendo rabiosamente la evolución tecnológica “que nos permite dominar nuestro entorno”.
El tono general hacia el atentado con bomba ha sido de descalificación, de tildar de “locos” a quienes decidieron enviar un artefacto casero contra el abuso de la tecnología, y arrastrados como Martín Mendoza ni siquiera entienden cómo es que alguien no podría sentirse beneficiado por vivir en un mundo tecnologizado en extremo como el que vivimos. Hay que estar loco para atentar contra las evidentes ventajas que el desarrollo tecnológico proporciona.
Pero lo que me llamó la atención en el caso del mencionado lamehuevos no fue solamente la vehemencia –que ya es característica inherente de los de su ralea– con la que defendió las ventajas de “dominar” –según él– nuestro entorno, sino algo más: este lengua de vaca profesional señaló que este ataque no era contra el poder (algún político o partido), contra grupos políticos, de algún estudiante resentido, y carecía de ideología (no es de izquierda ni de derecha, rebuznó el onagro).
La estupidez del arrastrado me pareció, como siempre en su caso, insultante. Ni por asomo se preguntó el por qué del hecho: simplemente tildó de locos a los integrantes de este grupo “anarquista”, dedicatoria con la que se descalifica a quien no se sienta agradecido por los beneficios del progreso.
Pero dado que este lamehuevos está más interesado en arrastrase ante cualquier poder, así sea intangible –¬en este caso el progreso–, no se percata de lo que sucede a su alrededor ni escucha sus propios rebuznos. Él cree, en su ignorancia enciclopédica, que no hay ideología ni orientación en estos ataques. Pero se equivoca. La fe en el progreso es una ideología, o para usar un término más sociológico, un sistema de creencia, y nació en Francia durante el llamado Siglo de las Luces, o Iluminismo.
Ya el mismo nombre nos indica este prejuicio de corte eurocéntrico de suponer que serán las luces las que iluminen al hombre para sacarlo de las tinieblas (o si se quiere ser muy platónico, de las cavernas), y que el conocimiento emanado de estas luces y de la razón conducirán al hombre al paraíso, más que la fe.
Pero esta fe en la razón no es menos supersticiosa que la fe a secas, y también tiene sus mártires y santos, e igual que aquella superstición que es la religión (“opio de los pueblos” la llamó, abusivamente, Marx), está basada en presupuestos insostenibles. Y en el mejor de los casos, en su nombre, “Progreso”, se han asesinado tantos seres humanos como en el caso de la defensa de la fe religiosa.
La idea de la emancipación del hombre de su eterna juventud e ignorancia, y de que el debate razonado llevará indefectiblemente al avance, y que todos los males y enfermedades serán salvados mediante el avance científico, no es menos absurdo que la confianza en una potencia divina todopoderosa y la ciega confianza en Su sabiduría. En ambos casos, se trata de una fe en algo que nadie ha visto y que no hay forma de comprobar.
Desde el Siglo de las Luces y desde la Revolución industrial, su corolario lógico, ni se han acabado los males, ni se han curado los padecimientos del hombre, y las matanzas de seres humanos, lejos de haber desaparecido, se han incrementado e industrializado, planificado meticulosamente. El término “limpieza étnica”, por ejemplo, es apenas un disfraz para ocultar el verdadero sentido de asesinato en masa, tal como Hitler lo hizo con los judíos, y como éstos lo hacen ahora con los palestinos.
La confianza en el progreso, la fe en que el avance tecnológico lo puede todo, es una fe tan absurda y ridícula como cualquier otra, e incluso, en un sentido narrativo, el conocimiento científico resulta empobrecedor. Tal fue mi propuesta, por ejemplo, en el establecimiento del marco argumental de la obra Sidereus nuncius que se estrenó en 2009 en la ciudad de México.
Dicha obra colectiva, pese a sus inherentes contradicciones –por ejemplo, el uso de tecnología de manipulación sonora de vanguardia para su representación, el uso de video de alta definición, rayos láser–, se basó en el siguiente argumento, que personalmente concebí:
Esto es exactamente lo que está detrás del atentado con bomba en el Tec de Monterrey: el rechazo no sólo a la tecnología avasalladora, sino a sus consecuencias: la depredación del planeta.
Señalé antes que el conocimiento científico es, en un nivel narrativo y emotivo, más empobrecedor que la narrativa mítica, incluso religiosa, que muchos racionalistas de petatiux (ateos en realidad) rechazan y califican de vejestorios y sin sentido. Pero no es así. Sólo piénsese en la siguiente comparación narrativa: los antiguos pueblos indígenas de México –y de casi cualquier lugar del mundo– consideraban que para todo había una deidad que hacía posible aquello: el crecimiento del maíz, por ejemplo, que estaba dominado por al menos cinco deidades. Y cada una de ellas estaba allí para que el hombre participara, y esta participación era indispensable, pues de otra manera no crecería el maíz. Había que conjurar al dios de la lluvia para que lloviera, y había que calmar al dios sol y reverenciar a la diosa luna, pues de lo contrario, el día no llegaría y la noche sería eterna. Esto es una narrativa emocional, enriquecedora, que relaciona al hombre con su medio y lo hace respetarlo. No es superchería. Pero la ciencia le dice al hombre moderno: no importa lo que hagas, la lluvia caerá, y no importa si haces sacrificios, sucederá, porque es un proceso físico de evaporación. Ni siquiera es necesario que lo veas, o que estés presente, de todas formas sucederá. Esto separa al hombre de la naturaleza, y le hace creer, como señalaba Martín Mendoza el lamehuevos –y muchos otros como él– que puede dominar su entorno. Esto se llama soberbia, locura, demencia, se llama eurocentrismo, positivismo, tecnologicismo, Frankeinstenismo.
Y todavía se preguntan estos lamehuevos cómo es posible que alguien no quiera vivir en ese mundo donde sólo falta el maná cayendo del cielo. Creen que los locos son aquellos que no aceptan las reglas del mundo hipertecnologizado y deshumanizado en el que viven. Pobrecitos. No entienden un carajo.
La mayoría de los comentarios de periodistas, columnistas y lamehuevos de oficio se caracterizaron por su ligereza, torpeza y por su arbitrariedad. Desde la torpeza semántica de una Denise Maerker, que no acierta a dar pie con bola, y cita a Theodore Kaczynsky como antecedente de lo ocurrido en México, hasta el patético ejemplo de Martín Mendoza, en Radio Red, quien haciendo uso de habilidades tiranosáuricas para no tropezarse con su propia lengua o morir electrocutado con tanta baba, muestra su enciclopédica ignorancia, defendiendo rabiosamente la evolución tecnológica “que nos permite dominar nuestro entorno”.
El tono general hacia el atentado con bomba ha sido de descalificación, de tildar de “locos” a quienes decidieron enviar un artefacto casero contra el abuso de la tecnología, y arrastrados como Martín Mendoza ni siquiera entienden cómo es que alguien no podría sentirse beneficiado por vivir en un mundo tecnologizado en extremo como el que vivimos. Hay que estar loco para atentar contra las evidentes ventajas que el desarrollo tecnológico proporciona.
Pero lo que me llamó la atención en el caso del mencionado lamehuevos no fue solamente la vehemencia –que ya es característica inherente de los de su ralea– con la que defendió las ventajas de “dominar” –según él– nuestro entorno, sino algo más: este lengua de vaca profesional señaló que este ataque no era contra el poder (algún político o partido), contra grupos políticos, de algún estudiante resentido, y carecía de ideología (no es de izquierda ni de derecha, rebuznó el onagro).
La estupidez del arrastrado me pareció, como siempre en su caso, insultante. Ni por asomo se preguntó el por qué del hecho: simplemente tildó de locos a los integrantes de este grupo “anarquista”, dedicatoria con la que se descalifica a quien no se sienta agradecido por los beneficios del progreso.
Pero dado que este lamehuevos está más interesado en arrastrase ante cualquier poder, así sea intangible –¬en este caso el progreso–, no se percata de lo que sucede a su alrededor ni escucha sus propios rebuznos. Él cree, en su ignorancia enciclopédica, que no hay ideología ni orientación en estos ataques. Pero se equivoca. La fe en el progreso es una ideología, o para usar un término más sociológico, un sistema de creencia, y nació en Francia durante el llamado Siglo de las Luces, o Iluminismo.
Ya el mismo nombre nos indica este prejuicio de corte eurocéntrico de suponer que serán las luces las que iluminen al hombre para sacarlo de las tinieblas (o si se quiere ser muy platónico, de las cavernas), y que el conocimiento emanado de estas luces y de la razón conducirán al hombre al paraíso, más que la fe.
Pero esta fe en la razón no es menos supersticiosa que la fe a secas, y también tiene sus mártires y santos, e igual que aquella superstición que es la religión (“opio de los pueblos” la llamó, abusivamente, Marx), está basada en presupuestos insostenibles. Y en el mejor de los casos, en su nombre, “Progreso”, se han asesinado tantos seres humanos como en el caso de la defensa de la fe religiosa.
La idea de la emancipación del hombre de su eterna juventud e ignorancia, y de que el debate razonado llevará indefectiblemente al avance, y que todos los males y enfermedades serán salvados mediante el avance científico, no es menos absurdo que la confianza en una potencia divina todopoderosa y la ciega confianza en Su sabiduría. En ambos casos, se trata de una fe en algo que nadie ha visto y que no hay forma de comprobar.
Desde el Siglo de las Luces y desde la Revolución industrial, su corolario lógico, ni se han acabado los males, ni se han curado los padecimientos del hombre, y las matanzas de seres humanos, lejos de haber desaparecido, se han incrementado e industrializado, planificado meticulosamente. El término “limpieza étnica”, por ejemplo, es apenas un disfraz para ocultar el verdadero sentido de asesinato en masa, tal como Hitler lo hizo con los judíos, y como éstos lo hacen ahora con los palestinos.
La confianza en el progreso, la fe en que el avance tecnológico lo puede todo, es una fe tan absurda y ridícula como cualquier otra, e incluso, en un sentido narrativo, el conocimiento científico resulta empobrecedor. Tal fue mi propuesta, por ejemplo, en el establecimiento del marco argumental de la obra Sidereus nuncius que se estrenó en 2009 en la ciudad de México.
Dicha obra colectiva, pese a sus inherentes contradicciones –por ejemplo, el uso de tecnología de manipulación sonora de vanguardia para su representación, el uso de video de alta definición, rayos láser–, se basó en el siguiente argumento, que personalmente concebí:
Sidereus nuncius fue concebida como una lectura crítica de la obra original de Galileo, y en su concepción multidisciplinaria confluyen no sólo conceptos y vertientes estéticas diversas, sino también un deseo de oponerse al racionalismo secular y positivo que el pensamiento de Galileo inauguró. […] los elementos argumentales, que van desde el mito de la caverna de Platón y el gesto de Dios separando la luz de las tinieblas hasta la fundación de Babel y la multiplicación de las lenguas sobre el mundo, pasando por el mito de Ícaro hasta su evolución en el mito de Altazor, buscan ser una clave de lectura que invierta esta uniformidad de pensamiento que ve en el caos una desgracia y no el origen de la diversidad, y en la ciencia y el método científico reintroducido por Galileo el origen de la depredación del planeta.
Esto es exactamente lo que está detrás del atentado con bomba en el Tec de Monterrey: el rechazo no sólo a la tecnología avasalladora, sino a sus consecuencias: la depredación del planeta.
Señalé antes que el conocimiento científico es, en un nivel narrativo y emotivo, más empobrecedor que la narrativa mítica, incluso religiosa, que muchos racionalistas de petatiux (ateos en realidad) rechazan y califican de vejestorios y sin sentido. Pero no es así. Sólo piénsese en la siguiente comparación narrativa: los antiguos pueblos indígenas de México –y de casi cualquier lugar del mundo– consideraban que para todo había una deidad que hacía posible aquello: el crecimiento del maíz, por ejemplo, que estaba dominado por al menos cinco deidades. Y cada una de ellas estaba allí para que el hombre participara, y esta participación era indispensable, pues de otra manera no crecería el maíz. Había que conjurar al dios de la lluvia para que lloviera, y había que calmar al dios sol y reverenciar a la diosa luna, pues de lo contrario, el día no llegaría y la noche sería eterna. Esto es una narrativa emocional, enriquecedora, que relaciona al hombre con su medio y lo hace respetarlo. No es superchería. Pero la ciencia le dice al hombre moderno: no importa lo que hagas, la lluvia caerá, y no importa si haces sacrificios, sucederá, porque es un proceso físico de evaporación. Ni siquiera es necesario que lo veas, o que estés presente, de todas formas sucederá. Esto separa al hombre de la naturaleza, y le hace creer, como señalaba Martín Mendoza el lamehuevos –y muchos otros como él– que puede dominar su entorno. Esto se llama soberbia, locura, demencia, se llama eurocentrismo, positivismo, tecnologicismo, Frankeinstenismo.
Y todavía se preguntan estos lamehuevos cómo es posible que alguien no quiera vivir en ese mundo donde sólo falta el maná cayendo del cielo. Creen que los locos son aquellos que no aceptan las reglas del mundo hipertecnologizado y deshumanizado en el que viven. Pobrecitos. No entienden un carajo.
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