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lunes, 12 de septiembre de 2011

NEBLINA MORADA: Francisco Tario y los arrabales de la lengua


NEBLINA MORADA
Francisco Tario y los arrabales de la lengua
Irving Ramírez



Que nadie hable. La estatua o el tiempo pudieran tomarse venganza de ello.
Francisco Tario


Mas allá de ser un escritor olvidado o desconocido, salvo para algunos fervorosos seguidores, Francisco Tario descansa como un poderoso y vigente narrador que se adelantó a su tiempo. Si su biografía es una leyenda, no lo es menos esa capacidad fabuladora sustentada en una prodigiosa imaginación. Y, sobre todo, en lo arriesgado de su quehacer literario que lo llevan a atreverse a todo, en un medio en que las formas las dictan otros. Salirse del script y más en la época en que él lo hizo, habla de un desprecio a la república de las letras a la que nunca perteneció y que tal vez sea el motivo por el que siga  siendo marginal. Su literatura, excéntrica, ciertamente, permanece allí por algo misterioso donde otros han rebasado ese límite de lo inaccesible o de lo difícil, como Salvador Elizondo, por ejemplo. De sus novelas, Jardín secreto, parece que rinde tributo al título, casi imposible obtenerla hoy día, yo la leí por una chica amable que me la dejó como recuerdo, es una fastuosa novela psicológica familiar, una Bildungsroman que se sustenta en el lenguaje, y que lo sitúa como nuestro Henry James mexicano, la trama del protagonista que se enamora del adolescente que no sabe de quién es hija, y la locura de su madre, y la influencia de La Encina, hacienda de equívocos y de encierros misterios donde habita, lo dotan de una rara belleza, una novela intensa y ambigua. Entendible que esta obra maestra no llegue al lector común de hoy, tan acostumbrado a la light literatura de ocasión, como tampoco lo hace La obediencia nocturna, de  Juan Vicente Melo. Su otra novela, Aquí abajo, ha permanecido igualmente secreta y desapercibida para el lector que sólo busca novedades, que sigue la corriente del mainstream literario comercial. Sin embargo, sus cuentos, a más de ser extraños, insólitos dentro de lo insólito por el extenso uso de la prosopopeya, por la metaficción constante, por el lenguaje poético, por lo extraño de sus tramas donde hay féretros que hablan, micos que salen del grifo de agua, padres que buscan ahogarse a lo grande en un trasatlántico, caníbales que contagian su furor por la carne, etcétera, son cuentos perfectos que atrapan por su capacidad visual, por su ritmo y su oficio.

Por ello, no se entiende ese desdén de editoriales y lectores para reivindicar a este autor hispano-mexicano. Su teatro es otra cosa, Ionesco hubiese estado encantado de leer esas obras: El caballo asesinado, por ejemplo. Como lo estuvo Cioran cuando conoció los aforismos de Equinoccio en los 40. Allí halló un Döpelggänger, alguien en el mismo rumbo que él. Aforismos como: “Crimen y beso silencioso: éxtasis de la humanidad”.

Vemos que el misterio en Tario no es tanto de la historia sino de la escritura, del discurso, una rara mezcla de alusión con reflexión que se disuelve en capas semánticas por descifrar. Ese afán por literalizar las metáforas es genial, o de meterse como personaje sin que venga al caso en un relato al final como en “Música de cabaret”, y esa profusión de temas donde sobresalen los fantasmas, el mar, los trasatlánticos. Hablamos de un narrador que no se toma en serio, que se divierte, que usa la ironía como otro lenguaje invisible que sostiene al que se lee. Tario es un autor de la posibilidad, los tiempos hipotéticos siempre serán otra historia. Nietzscheano, ese relato La noche del buque náufrago, sobre el barco suicida, es hermoso, y parece glosarlo a él mismo: “conozco todos los vicios del hombre; las brumas de la ajusticia; el orden de los astros. Lo conozco todo y decidí sucumbir”, porque parece que lo define a él mismo. Un escritor que dejó el lugar a Fuentes, siendo mejor que él, a Rulfo con el que compite en calidad, a los que le precedieron avasallándolos a todos. Tario se atreve a finales sorpresivos que de tan fáciles, nadie lo haría pero a él le funcionan. Como en el cuento "El mar, la luna y los banqueros". En algunos lo obvio de tanto repetirse se vuelve atroz. Un novelista tan exigente, tan puro, que en "El jardín secreto" desplegó esto que dice: "Qué insólito resultaba aquel pájaro negro evolucionando en lo alto sobre un cielo gris de invierno. Y que insólita asimismo aquella ola amarilla que al ponerse el sol, aparecía a lo lejos como un gran barco y emprendía la marcha hacia la orilla." Y, "que enigmático aquel barco, posado sobre la misma ola, siempre el mismo, lejano y negro, sobre el mar blanco.. Y que persistente misterio en aquellas ráfagas de viento, durante los últimos días…"  Se otorga a sí mismo todas las licencias, hasta la cursilería como lo hace en "Yo de amores que sabía", y "Breve diario de un amor perdido", textos emotivos adrede.

Tario es un escritor lleno de mundo, de vida, de cosas qué decir y que encuentra caminos para regalarlos: uno, la música de piano, gran ejecutante; otro, el deporte, portero del Asturias; otro, empresario, con sus salas de cine, y principalmente, sus ficciones, sus poemas, sus reflexiones. Un poeta que sucumbió como el barco de marras, pero que lega una obra inmensa —por inabarcable, no por extensa—, que permite descubrir la vida a cada rato y nos sorprende como un eterno retorno a lo esencial de los reflejos fantasmas.

domingo, 4 de septiembre de 2011

NEBLINA MORADA, El chile es el aura de México

NEBLINA MORADA
El chile es el aura de México
Irving Ramírez

Y uno lleva su aura a todas partes. Qué curioso, tengo amigas en el extranjero, y lo que extrañan en primera instancia es el chile guisado de cualquier manera. En primera instancia ese es su anhelo. Hablaba con un argentino ayer, y me decía que en su patria el mate es algo comunitario, un deber social. El chile es algo parecido. Hermana las clases sociales, se despliega en su inmensa diversidad por el territorio, y por la química de cada ser de esta tierra. Su presencia es tan necesaria como una necesidad psíquica, se extraña, se busca, se persigue. En ninguna parte del mundo ese sentir agridulce logra un sentido tan profundo, habla quizá de ese malestar que gratifica. De ese leve masoquismo que nos hace sentirnos vivos. El de cera y el piquín verdaderos demonios del cuerpo, su ácido que discurre por las glándulas adormeciéndolas. Un adicto al chile, alguien que además se excede, sabe de esto, cuando la cara se duerme y hormiguea. Y qué decir de las salsas multicolores y profusas, rojas, verdes, negras, combinadas, con tomate, en molcajete molidas para abrazar la piedra en ese rito prehispánico indígena, nutriendo toda la cocina inmensa y variada de todo el territorio mexicano con las enchiladas, los chilaquiles, los caldos como el pozole, el chileatole, los diversos moles y guisos, el pipián, etc., y en todo tipo de comida nacional es base de toda una nomenclatura que suele ser endémica.

El chile es un sentir nacional, parte de la educación sentimental, y se confirma como un catecismo inusual. Nos acompaña desde temprano en la vida, y se agota con los años y la existencia vivida. Cuando alguien va al extranjero extraña sobre todo si es prolongada su estadía, dos cosas: El chile y la masa de maíz (en tortillas, gorditas, etc.). Muchos deciden volver o buscar una manera de conseguirlo, dicen que en Italia es considerado droga, y también en otros ámbitos ponderan sus cualidades medicinales, nutritivas, cuasi milagrosas.

Si Schopenhauer decía que el placer es la ausencia de dolor, y Nietzsche que había que sumergirse en el sufrimiento para resurgir fortalecidos, el chile sería una metáfora elocuente de esta condición. Un placer que lastima, un sabor que limpia con el quemante susurro de su magia. Digamos que una atmósfera será efímera, pero dotará de energías para adentrarse en el cuerpo, en el alma según el loco de Basilea, y allí hallará ese recuerdo de quién es este ser que requiere de esta centella para despertar.

El chile, perdón por el lugar común, es un símbolo. De hecho hasta la forma del país semeja un chile doblado. Una patria picante, con picardía. Una patria alegre, avispada, un país alerta. Y sobre todo sumergido en esa tragicomedia que en el espíritu logra lo que el chile en el estómago. Placer y dolor. Si en este país el melodrama es un estigma, ese acto masoquista del displacer que provoca placer con el picante es sintomático. Pero también es un correlato de la resistencia, del poder de soportar el fuego que se resbala. Arde el aura, arde el sosiego, y baila uno en pos del alivio pero en espera de volver a incendiar nuestro interior. Al fin y al cabo todos comen, poco o mucho, o son comidos por él.

Es un vicio que solo por enfermedad se abandona, una necesidad más allá del ritual alimenticio. Signo de identidad, en todas partes, del mexicano, refugio de la conciencia nacional, herencia ancestral de abuelos y de los pueblos originarios. Y por ello entiendo esa ansiedad y esa nostalgia de quienes emigran: el chile es patria, arraigo, raíz y memoria. Ah, que afortunados los que crecimos en este país con su compañía, y bebemos su néctar y sus ardores como un acto litúrgico que nos mete en la vida aun cuando emane algún tipo de letargo. El chile es destino. Es herencia. Acabará con la raza, es decir, no con su exterminio, el último mexicano morderá un chile xalapeño, oriundo de mi tierra, solo por una empacadora que había años ha, y que dio nombre a estos verdes sacrificios sin que realmente se cultive en demasía en estas tierras. Pero qué más da: xalapeños somos, y con los chiles nos presentamos.