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lunes, 27 de junio de 2011

NEBLINA MORADA, Bakr Fansa y su pathos solitario

NEBLINA MORADA
Bakr Fansa y su pathos solitario
(De Hierofanías a la escaramuza del color)
Irving Ramírez

Podemos creer al observar un cuadro de Bakú Fansa que nuestro sueño no ha terminado, o al menos que la ensoñación del poeta que tanto preocupa a Gaston Bachelard, nos ha marcado de alguna forma sin darnos cuenta. Pero mirar un cuadro de Bakr es un enfrentamiento perpetuo con la fantasía, digna de un relato de las Mil y una noches. Ciertamente, acaso para nuestra cultura occidental sea un poco desconcertante esta revelación del color como trasunto de nuestra psique, de lo profundo que se guarece en nuestro laberinto onírico inconsciente. Por lo demás, entrar a ese mundo es revivir la infancia, emigrar a ese espacio que desnuda más la cultura oriental, de donde es originario Bakr (Siria, África),
esa sensibilidad metafísica, plena de religiosidad, de deseo por abarcar el absoluto (el espacio infinito, en este caso), y que, no obstante, también, está plagada de encuentros más con la naturaleza (lo concreto, lo real), que la cultura occidental. Fansa reúne en su poética el sincretismo de, por un lado, la herencia clasicista, y por otro, la vanguardia (el surrealismo) así como la ya mencionada cultura árabe (tal vez inconsciente); así, el resultado en su pintura es un trabajo con trazos nada académicos, más bien producto de eso que se llama comúnmente inspiración, de un estado de trance creador, de captura de la intuición del instante, del colapso del tiempo que se detiene, se dinamiza, y se tiende a lo largo y ancho de la emoción.


Siempre los espacios aéreos como para volver a esa ordalía quimérica de todas las religiones, esa sublevación de nuestros pesares; y por consiguiente, esa fijación humana por alterar el ritmo del mundo y poder integrarse al espacio siempre abierto que todo lo esparce y desintegra para reunirlo de nuevo en el ojo; ese camino hacia el todo que tanto obsesionó a Fernando Pessoa, el poeta portugués, el poeta de la vista, para quien los demás sentidos solo son acompañantes del ver; en esa filosofía (absorber el mundo) está inscrito Bakr, que con la posibilidad de lo imposible logra abrirnos otra puerta hacia el mundo exterior, que es una proyección del mundo interior. Sus cuadros tienen mucho del misterio de su cultura árabe, revelaciones plásticas, y ese afán por aprehender los espacios aéreos, los cielos, las cumbres, los caminos, así como figuras de otro tiempo y los mantos; sus paisajes son de tal minuciosidad que se rebelan a la pintura, es una realidad domada, exquisita, potenciada en un preciosismo que lo exalta. Las antorchas, las torres, como laberintos de la vida y la muerte, en fin… Fansa establece todo como un mundo binario: el fuego, el agua; la noche, el día; el mal o la inocencia; el amor y el desamor, todo como un relato esplendoroso que se enciende al mirar.

Sus temas fantásticos han llamado la atención de críticos y coleccionistas de arte en el extranjero, Francia e Inglaterra, entre otros, no así en nuestro país, de donde es naturalizado puesto que vive en Coatepec, suburbio de Xalapa, y antes en la Pitahaya, que aparece en varios cuados suyos. Ya es mexicano, es amigable, entrañable, inocente, lo que se revela en su obra. Ex publicista, educado en Inglaterra, y reeducado en los suburbios de Xalapa. Bakr le hizo un retrato al desaparecido rey Faad de Arabia Saudita, quien lo mandó a traer ex profeso. Es un artista solitario. Sin grupo, sin representante, que trabaja arduamente en la construcción de una obra singular. La pasión de su trabajo lo define, su experiencia pasa por etapas. Su obra, dispersa ya por el mundo, difícilmente se reúne para una exposición. Y ajusto un poema de Blaise Cendrars a su obra:


El instituto meteorológico anunció mal tiempo
no hay futurismo
no hay simultaneidad
Bodin quemó a todas las brujas
no hay nada
no hay más que horóscopos y hay que trabajar
estoy inquieto

El espíritu…

lunes, 20 de junio de 2011

NEBLINA MORADA, Clown, por Irving Ramírez

NEBLINA MORADA

Clown
Irving Ramírez



Contra lo que se piensa, no es fácil ser payaso en estos tiempos. Efectivamente el humorismo involuntario reina, sobre todo en la vida social (política, medios electrónicos, deporte), empero, la profesión del clown es difícil. Payaso no es aquel que se maquilla para repetir chistes gastados, o en este país de doble sentido, tampoco el que requiera de las maneras gastadas de joder al de junto. La profesión de la máscara que abunda en todo el mundo para recordarnos que reír es un privilegio, que fuera de todo sino abrumador, existe el refugio de la risa. Hay toda una leyenda sobre los payasos, desde la vida en los circos, hasta la cada vez más recurrente fobia de niños a quienes les inspira terror desde la película de Eso, basada en una novela de Stephen King. Los circos serían su hábitat natural, donde son pilares, y en varios países dignifican este oficio. Sin embargo, en la película Sombras y niebla de Woody Allen, el magnífico John Malcovich encarna a un payaso tétrico y mezquino, en medio de una guerra pasional entre los demás miembros de la carpa. Quien se metió en su mundo y realizó una cinta espléndida fue Fellini en Los payasos, echando mano al mundo carnavalesco, a la magia que pueden crear, al desdoro que incitan, a la recreación del ridículo humano como parte concomitante a su naturaleza. Y sobre todo, en un homenaje surrealista de esta pátina que permea no pocos de sus filmes, entre la sátira, la ironía, la parodia, y el delirio.

Los semi y cuasi payasos que abordan el servicio urbano para deprimir con sus sainetes vulgares y misóginos y homofóbicos a la concurrencia, son endémicos de los países pobres (no les queda de otra). Cualquiera que se maquille puede subirse al tren de la parodia, con resultados contrarios: un lastimero y degradante espectáculo que repele. Los televisivos tampoco se libran de esta estulticia, Brozo, por ejemplo, y su abandono del espíritu del clown para posesionarse de un animador mercenario.

El payaso y el lugar común de que es un hombre triste, es una falacia; un verdadero payaso lo es incluso sin maquillaje, lo es en la cotidianidad, lo es de mil maneras. Y si la risa es su contacto, prevarica un antídoto feroz contra la tristeza: es un se feliz, que goza haciendo reír y riendo él mismo, todo el tiempo. Nació así, una vocación. Ni siquiera necesita el disfraz para manifestarse. Puede encarnar en el cómico, sucedáneo del payaso pero sin la chispa exagerada y grandilocuente de éste. Heinrich Boll, el Premio Nobel alemán, compuso su novela Opiniones de un payaso, en la que Hans Schnier, un payaso en desgracia, llama por teléfono a mucha gente para desahogarse, su mujer lo ha dejado, está en bancarrota, y reflexiona sobre su vida, no sin cierta ironía y harta lucidez; me recuerda a Cesare Pavese, desde su hotel en Turín, buscando una mujer que al salir con él, le impida suicidarse: lo que hará al final. Lo importante de nuestro payaso es que él se apega a la crítica social, y desmenuza el régimen alemán surgido de la debacle nazi, en la socialdemocracia. Allí pone el acento con su ácida ironía. El rictus del maquillaje oligofrénico se expande quizá hasta El Guasón, payaso psicótico que pugna por el mal. En esa simbiosis, entre el mimo y el clown, entre el actor y el cómico, se desplaza el personaje. Un profesional con preparación en todos los órdenes; seria labor la de hacer reír a la masa.

En tierras aztecas, payaso es un insulto. Y se olvida la categoría del juglar, del bufón en la Edad Media: su genealogía. El clown es un espejo de nuestra ridiculez amnésica. El envés de la vida ordinaria. Al reírnos de él, nos reímos de nosotros sin saberlo. La risa es un don que todos aprecian, pero pocos provocan. Krusty, el payaso de los Simpson, encarna en el canalla, ventajista, deleznable ser que no oculta sus vicios tras la máscara. Un clown serio es un acróbata, un inteligente improvisador, un malabarista, un mimo, y un histrión. Nietzsche lo decía: todo lo que es profundo ama la máscara. Su cuerpo es el escenario de la hipérbole, y de la sinrazón transfigurada. Algunos poseen la pátina mordaz de la poesía.

sábado, 18 de junio de 2011

Mi posición ante el Premio Príncipe de Asturias en Letras 2011 a Leonard Cohen, por José Manuel Recillas

MI POSICIÓN ANTE EL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS EN LETRAS 2011 A LEONARD COHEN
José Manuel Recillas

Hace unos días se anunció que el cantante, poeta y novelista canadiense Leonard Cohen se había hecho acreedor al Premio Príncipe de Asturias en Letras. Este prestigioso galardón es el más importante del planeta, después del Premio Nobel que se da en Suecia cada año.

El Príncipe de Asturias no es como los Grammys latinos que los hispanoparlantes hicieron en Estados Unidos en virtud que el Grammy real, el único realmente importante, ignoraba paladinamente, año tras año, y lo sigue haciendo, a los artistas comerciales que cantan en español. Al gringo gringo el Grammy latino le importa un bledo porque él no habla español, y si los idiotas hispanoparlantes van a pagar por usar el nombre del premio original para darse entre ellos un reconocimiento que en los hechos carecede importancia, pues bienvenido el dinero. Pero el Grammy latino (como el original) carece de cualquier prestigio y de cualquier relevancia. Tampoco es como el llamado Premio Nobel de Economía, que stricto sensu no existe; se trata en realidad de un premio de economía que está asociado a la Academia Sueca de Ciencias y Artes, y que se entrega en la misma fecha, y que aquélla anuncia a la manera de un maestro de ceremonias invitado.

El Príncipe de Asturias fue creado para reconocer los aportes que en diversos ámbitos, incluido el deportivo, por ejemplo, hagan individuos o instituciones al mundo, y es, en ese sentido, el galardón que contempla un mayor número de disciplinas, incluidas la economía y las ciencias sociales, y todas con el mismo rigor.

Que este 2011 se le haya otorgado a alguien que es más conocido y admirado en el mundo por su labor como eso que ahora llamar cantautor es un evento digno de llamar la atención. Quiero fijar mi postura frente a este reconocimiento a uno de los iconos populares más importantes del mundo.

No es la primera vez que el galardón lo obtiene una figura de este tipo. Ya en 2007, y para sorpresa de muchos, y enojo de muchos otros también, lo había obtenido Bob Dylan, y en la misma categoría que hoy la recibe Cohen: Letras. Lejos de rasgarme las vestiduras y protestar, me parece digno de encomio que en tan poco tiempo dos personalidades tan importantes reciban el mismo premio, incluso en mi caso, como alguien que no siente particular interés por lo que hace Leonard Cohen, hacia cuyas canciones nunca me he sentido particlarmente cercano ni con quien me identifico en sentido alguno.

El premio de Letras a dos escritores de canciones es de enorme importancia porque en ambos casos significa, además del dinero y el prestigio implícitos, el reconocimiento (y esto lo saben mejor los sociólogos que los llamados "intelectuales", al menos en México) de que la cultura popular no es muy diferente de la cultura de elite y que, de hecho, sin la primera no existiría la segunda. Esto lo sabían muy bien los músicos renacentistas, Mozart, Beethoven, Brahms, Mahler y también poetas como César Vallejo y Federico García Loca. Desde una perspectiva social, significa también que todo un apartado de la cultura underground del último medio siglo, o más, en el caso de Dylan, finalmente adquiere una respetabilidad que le había sido negada por una buena parte de la cultura de elite. No hay que ir muy lejos para ver con qué desprecio olímpico no pocos de nuestros "intelectuales", o escritores en revistas como Nexos o Letras Libres, ni siquiera ocultan su desprecio por esta clase de artistas, escriban sus canciones en inglés o lo hagan en español, sino que lo exponen con una impudicia digna de mejor causa.

Pondré un solo ejemplo de cómo esta cultura popular ha sido vista con desprecio por nuestros escritores y pensadores. Hace más o menos un año, Miguel Salmón del Real me hizo ver una entrevista que Jorge Volpi dio a una revista, en la que el novelista mexicano hablaba de que su sueño era ser director de orquesta. No dijo que quisiera ser guitarrista de un grupo de rock, sino específicamente director de orquesta. No es, por cierto, el único caso; pero recuerdo que le dije a nuestro egregio amigo que me parecía que ese "sueño" volpiano era explicable en función de una aspiración de corte juvenil a la que casi ninguno escapa.

En efecto, cuando uno es adolescente o un jovenzuelo, y cae en las dulces garras de la música, la mayoría caemos en las del rock, y no hay imagen icónica más seductora que la de cualquier gran guitarrista: Jimmy Page, Angus Young, Eric Clapton, Jimmy Hendrix, Tom Scholz, you name it, son virtuosos deslumbrantes de su instrumento, y su carisma resulta casi irresistible --de allí que, por ejemplo, se haya inventado la guitarra imaginaria, el instrumento ideal mediante el cual cualquiera de nosotros nos unimos, desde la sala o la recámara de nuestra casa, a nuestros ídolos y tocamos los mismos solos de guitarra que ellos; más recientemente, se inventó el juego Guitar Hero para poder practicar de manera más cercana este placentero ejercicio musical.

Pero este sueño adolescente muy pronto termina cuando uno crece y debe enfrentarse a la vida diaria y ganarse el pan diario. El adolescente puede darse el lujo de identificarse con un greñudo sudoroso y maloliente que corre por el escenario haciendo toda clase de desmanes, incluido el de destruir su instrumento, por ejemplo, porque del adolescente no se espera nada más que sea adolescente y pase pronto a la siguiente etapa de la vida. Pero el sueño de tocar la guitarra como un profesional siempre queda en cualquiera de nosotros. No es difícil ver en el transporte público gente con sus audífonos tocando la guitarra imaginaria o haciendo redobles de batería o llevando el ritmo, y a veces incluso cantando. Pero aquel que se decide por la vida intelectual, no puede menos que ver con desconfianza a ese greñudo que toca la guitarra, y es natural que busque un icono que le quede, y ese es el del director de orquesta.

Para cualquier psicólogo, especialmente si es freudiano, las connotaciones fálicas en uno y otros ejemplo resultarían evidentes, pero su opinión en este momento no nos importa. Lo que importa en ambos casos es que hay una confusión semántica con lo que uno escucha y el placer que proporciona, y lo que se requiere para que ese placer sea posible. En ambos casos, algo que es enormemente difícil, es ocultado por la maestría inrterpretativa. Más aún, en el caso del área intelectual, la posible identificación con el director de orquesta se debe a que se piensa que es muy fácil dirigirla: sólo hay que mover las manos. Pero en ambos casos lo que se pierde de vista es que detrás de cualquiera de estas dos actividades, hay un ejercicio intelectual y técnico de no escaso mérito.

De modo que otorgarle el más importante premio internacional a Leonard Cohen, no menos que a Bob Dylan en 2007, no sólo le otorga la respetabilidad que a esta profesión se le había negado desde el ámbito intelectual de elite, sino que además reivindica todo un movimiento cultural con el que millones de jóvenes de cuerpo y de espíritu se identifican. Más aún, abre las puertas para que otros artistas similares pudiesen obtener tal distinción, como podrían serlo Joan Manuel Serrat o Silvio Rodríguez, iconos culturales tan importantes como Dylan o Cohen.

Y quiero señalar algo que es importante sobre este premio y reconocimiento de la cultura popular, de aquellos que escriben canciones. Hoy, los poetas o pensadores de elite pueden ver con desprecio este premio a Cohen o a Dylan porque escriben simples canciones, pero la tradición musical occidental empezó, justamente, con simples canciones. No otra cosa son los madrigales renacentistas. Su variante inglesa se llamaba simplemente así: songs, canciones. John Dowlnad, uno de los compositores más importantes del temprano barroco inglés, escribió algunas de las más notables songs de todos los tiempos, y compararlo con lo que han hecho Bob Dylan o Leonard Cohen, no menos que lo que han hecho Lennon & McCartney, Taupin y Elton John, sería ignorar ese hecho histórico simple y llano. Las óperas, que tanto gustan a los operópatas, como los llama Manuel Yrízar, no son otra cosa que canciones en ristre (o "talento apilado", como lo llamó un amigo) puestas en escena apoyando una historia de fondo.

Decir, como lo acabo de hacer, que al otorgarle el premio Príncipe de Asturias a Leonard Cohen es reivindicar todo un movimiento cultural del último medio siglo es apenas una verdad a medias. Significa, también, recordar que al hombre occidental (no menos que al oriental, pero conocemos mejor nuestra tradición occidental) le gusta y le da un enorme placer cantar, y que el aspecto sonoro del canto está presente tanto en la música como en la poesía desde el Renacimiento italiano, y que no es casual que las dos formas que surgieron en ambas disciplinas tengan un nombre tan rotundo como sonoro: sonata en música, y soneto en poesía. Ambos términos hacen referencia a lo que suena: la palabra y la música. Y esa tradición que empezó en la Italia del Renacimiento, y entre cuyos egregios representantes se encuentra Vincenzo Galileo, el padre de Galilei, es el resultado de una lectura equivocada (pero que Harold Bloom diría adecuada o correcta) de la tradición griega del teatro y su intento por restablecerlo como modelo a seguir. De esa lectura de la tradición antigua surgieron las primeras óperas y los madrigales que autores como Banchieri y Monteverdi nos legaron, y las relaciones entre poetas que colaboraban con compositores no se ha interrumpido desde entonces. Las schubertiadas, por ejemplo, durante el romanticismo, son algunas de las más memorables veladas en las que Franz Schubert, un compositor especialmente dotado para la melodía y la comprensión de los textos líricos, compuso algunas de las más bellas canciones de los últimos 300 años, basadas en poemas de sus contemporáneos, con no menos rigor que lo que antes había hecho Monteverdi con poemas de Petrarca, y con no menos fortuna de lo que John Lennon y Paul McCartney hicieron en los años sesentas, o con la que los dos galarconados con el Premio Príncipe de Asturias de Letras, Bob Dylan y Leonard Cohen.

Y de esta amplia manera demuestro cómo es que ese desprecio que ciertos escritores entre nosotros no teme mostrar hacia esta clase de artistas es sólo el fruto de una ignorancia demencial, de un desconocimiento de la tradición lírico-musical de los últimos 500 años, y en última instancia, de un esnobismo absoluto, de una posición que resulta del todo insostenible si sólo toma en consideración como válida la llamada cultura de elite. Este premio, sin más, reivindica esa tradición que acabo de mencionar, entre la cual se encuentra, también, por si faltara algo, la de los juglares, que daban cuenta de su época a través de su arte popular y sin pretensiones. Esa es la verdadera importancia del Premio Píncipe de Asturias a Leonard Cohen.

domingo, 12 de junio de 2011

NEBLINA MORADA: Villanos en la literatura

NEBLINA MORADA
Villanos en la literatura
Irving Ramírez


Para Beca, la villana del FACE


El mal seduce: un villano es quien se entrega al mal. Su misión es infundir daño a la creación misma; más que otra cosa sigue un sino predeterminado para equilibrar el universo, así lo entiende "Mister vidrio" en la película de Shyamalan, El protegido, donde debe instruir a su contraparte, el héroe, a que asuma su papel en la trama de la vida. Hay una simbiosis, ambos se necesitan.

San Agustín decía que el hombre es malo cuando se rige por sí mismo. Y en Los hermanos Karamazov, Ivan lanza la inquietante frase paradigmática “Si Dios no existe, todo está permitido”.

En la literatura, no sólo abundan, sino articulan las tramas, fortalecen y justifican las historias, amén de dotar de complejidad dramática y sentido al conflicto. De los más memorables, el coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Conrad, ese ser que se sintió Dios y que abusó de la megalomanía en grado supremo; en El Conde de Montecristo, Danglars y los encumbrados enemigos de Edmundo Dantés lo enviarán injustamente a prisión, lo despojarán de sus bienes y su mujer, y qué tal el siniestro Vautrin que en Papá Goriot maquina sus intrigas con Rastignac, y esconde un oscuro pasado criminal, y que reaparecerá en otros libros de La comedia humana; en Los miserables, de Victor Hugo, el sieniestro y mezquino Tehadier, quien odia a Cosette y saca ventaja de todo, o el viejo Karamazov, un tirano egoísta que es brutal, concupiscente y cruel y es asesinado por uno de sus hijos. Villanos sofisticados y elegantes son Valmont y la marquesa de Marteuil, quienes juegan con los corazones de sus amantes en un duelo de vanidad en Las relaciones peligrosas, de Choderos de Laclos.

Cabría tal vez en esta galería la frase de Sartre “El infierno son los otros”, eludiendo la parte oscura de cada quien. Los villanos fascinan. Su astucia es más producto de la obsesión, y de la voluntad de poder nietzscheana que otra cosa. A veces sin ellos saberlo como el caso de Raskolnikov en Crimen y castigo, o de Marsault en El extranjero de Camus: villanos inconscientes, autómatas.

El mal es la sujeción de lo prohibido, la conciencia de dominio que se apodera de estos para quienes la lucha no es más que un añadido, en su furor trasgresor. El mal puede ser injusto, pero es una demostración de fuerza, incluso para los más dotados. El tirano, por ejemplo, es un villano identificado con las trascendencia, así el Big Brother de Orwell, el Tirano Banderas de Valle Inclán, entes abstractos como el Tribunal de El Proceso de Kafka, o el Gran Guardabosques de Sobre los acantilados de mármol, la novela de Jünger, esa parábola extraña de sometimiento colectivo y el mal gratuito; si los sueños de la razón engendran monstruos, el escritor alemán anotó: "el Gran Guardabosques parecía, pues, un médico criminal que primero provocara el mal, para luego asestar al enfermo una serie de heridas pensadas de antemano”. Es decir, la sevicia al servicio del placer.

Y qué decir de las villanas todas de Las diabólicas, del libro de Jules Barvey D’Aurevilly con la misógina mirada decimonónica, y nadie se salva de esta condición: hombres, mujeres, niños. El villano que confronta un orden para subvertirlo o aniquilarlo, y que finalmente, destroza la noción de armonía. Deudo de su fuerza, su furor sirve a su instinto o perece por él. Como Kant decía, el hombre llamado por la consciencia puede rebasarse a sí mismo como ser natural. Un loco no es consciente del mal. Para un villano, el supremo mal es el supremo bien, como bien asentó Bataille al referirse a Sade. Y lo ejerce a voluntad.

El villano más fino es aquel que sólo cuenta con sus potencias personales y no instituciones o ejércitos. Acaso lo más terrible sea como en la nouvelle El viajero sobre la tierra, de Julien Green, donde el villano surge del propio protagonista, Daniel O'Donnovan, quien de pronto se ve empujado por su amigo imaginario, Pablo, ese fantasma que lo acosa e influye hacia el mal hasta empujarlo al suicidio.

Ése es el más terrorífico: el autovillano del fuero interno, la condición humana de Hobbes, no el mal como cliché de nuestra era, el barato fetiche psíquico, la consigna como cultura homogénea, el suero de los enfermos de modernidad, sino el de esa noveleta donde lo consigna la nota dejada en la mesa por ese ser malvado que decía “uno que es fuerte, llegará y te tomará bajo su custodia, y habrá de guiarte por todos los caminos de la vida si tú no te resistes”. El villano más diabólico es ese, el que se enmascara de amigo y consejero, y aflora como una amenaza cuando menos se espera.

lunes, 6 de junio de 2011

Acerca de las opiniones de Krauze y Domínguez sobre Javier Sicilia, Por Francisco Segovia

Poetas en la web reproduce la reflexión de Francisco Segovia que este domingo publicó el semanario Proceso en torno a ciertas demandas que desde la autodenominada ala liberal de la intelectualidad nacional se le han hecho al movimiento de Javier Sicilia.


Acerca de las opiniones de Krauze y Domínguez sobre Javier Sicilia
Francisco Segovia*

Las notas de Christopher Domínguez y Enrique Krauze en el periódico Reforma del 15 de mayo repiten una misma acusación. Una acusación, por lo demás, reiterada hasta la saciedad por los que siempre se han preciado de ser “animales políticos”; es decir, hombres prácticos, que actúan con realismo y sensatez. Porque uno y otro opinan, en efecto, que el movimiento encabezado por Javier Sicilia es ingenuo, y que le falta probar su valía más allá de las buenas intenciones y la mera buena fe. Sicilia, dicen, debe “proponer algo serio (…) y no sólo pacifismo histriónico y antigobiernismo ritual” (Domínguez); debe “proponer ideas, (…) no rollos autocomplacientes, confusos, vindicativos, militantes, retóricos, dogmáticos” (Krauze). Pero algo distingue a estos dos críticos, y yo me atrevería a sugerir que es eso que a veces se llama “olfato político”. El de Krauze, por ejemplo, es más fino y cauteloso que el de Domínguez, pues él no sólo no cancela la posibilidad de que el movimiento resulte en algo distinto de aquello a lo que nos tiene acostumbrados la política mexicana, sino que le pide expresamente a Sicilia que haga durar su movimiento, aunque aún no tenga claro adónde va. El de Domínguez, en cambio, más encuadrado en el molde tradicional de moros y cristianos, sentencia que Sicilia tendrá que elegir, “tarde o temprano, entre dos polos”: el de fundar una asociación de víctimas y el de… no sé… ¿dejarse comer el mandado por la izquierda radical –ésa que sólo tiene derechos porque se los otorgan las barrabasadas legislativas de México–, o por la otra izquierda –ésa que es rencorosa, mala perdedora y populista?...

Lo de Krauze es una especie de apuesta a lo Pascal; ha visto lo que ha ocurrido en Egipto y otras partes del mundo musulmán y pone sus barbas a remojar. Lo de Domínguez, en cambio, es más sentencioso: o la Madre Teresa, o el Diluvio. El primero llamó a apoyar la marcha del 8 de mayo y tiene curiosidad por el movimiento; el segundo, no, ninguna de las dos cosas. El primero saludaría sin duda la fundación de una asociación de víctimas de la violencia; el segundo, en cambio, bostezaría ante esa misma asociación, que a sus ojos no pasaría de ser una más entre las instituciones de asistencia social.

Es notable que estas diferencias se den entre el director de la revista Letras Libres y uno de sus redactores. Y más notable aún parece que en este caso el director parezca menos asertivo que su redactor. Podría verse en ello, quizás, una prueba de que, mal que bien, el movimiento de Sicilia está generando una discusión, y de que la está generando aun dentro de grupos que hasta hace poco parecían gozar de cierta unanimidad de opiniones. Y es que las diferencias que ocurren en el seno de Letras Libres ni son únicas ni originales. También ocurren entre los jóvenes ritualistas –como los llama Domínguez–, entre “los artistas incapaces de desperdiciar una oportunidad de hacer vida mundana al aire libre”, entre “los grandes poetas”, etcétera. Ya sólo eso me parece un logro nada desdeñable. Porque un movimiento lo primero que debe generar es… movimiento. Y se ve que aquí algo se mueve.

Pero al hablar de eso que se mueve entramos ya de lleno al tema de fondo del debate, en el que coinciden Krauze y Domínguez. Ambos se hacen las mismas preguntas: ¿adónde va el movimiento? y ¿qué alternativas propone? Con todo, uno y otro hacen las preguntas desde actitudes diferentes. He dicho ya que Krauze es prudente, así que expresa sus dudas y expone sus objeciones, pero también se permite aconsejar y hasta pedirle algo al movimiento: que dure. A Krauze, es cierto, le gustaría que el movimiento de Sicilia “se panificara”; es decir, que no desperdiciara la oportunidad de encauzar hoy los principios democráticos que el panismo original pudo haber encarnado y no encarnó. Pero, aun jalando agua para su molino, Krauze espera que sea el movimiento mismo el que responda las preguntas. Domínguez es menos generoso y, sobre todo, menos paciente. Él no espera nada y, como buen desilusionado de la política en general, responde las preguntas con impaciencia y desprecio. ¿Que adónde va el movimiento? A ningún lado. ¿Que qué alternativas propone? Ninguna…

Plantear una pregunta y responderla uno mismo a continuación ¿no es prueba de que la pregunta era retórica? Por supuesto (y acabo de mostrarlo de bulto), pero no me voy a detener ahora en eso. Lo que me interesa es la exigencia de fondo que Krauze y Domínguez le hacen a Sicilia: debe ser práctico y debe proponer alternativas concretas (como si exigiendo estas cosas ellos sí fueran prácticos, alternativos y concretos). Ambos le exigen, en suma, que actúe como ellos creen que debe actuar alguien que encabeza un movimiento; o sea, le piden que actúe como actúan los políticos normalmente. Pero ¿no es justo este tipo de actuación lo que ha estado siempre en el centro de las críticas de Sicilia, mucho antes incluso de que el asesinato de su hijo lo condujera a encabezar, aun a su pesar, un movimiento? Ni Krauze ni Domínguez dejan de reconocer que las ideas de Sicilia no son brotes repentinos en mitad de la tragedia, sino que han venido formándose a lo largo de los años y al amparo de Tolstoi, Gandhi, Lanza del Vasto, Maritain, Ilich y un largo etcétera. ¿Qué ha cambiado, entonces? Es obvio, me dirán: Sicilia encabeza ahora un movimiento. Si eso me dicen, entonces me estarán diciendo que el solo hecho de entrar activamente a la vida política obliga a un hombre a traicionar sus ideales y principios, aunque sólo sea porque los ideales y los principios no suelen ser ni realistas ni prácticos. Entiendo que digan esto, porque eso es justamente lo que hacen nuestros políticos: cambian de partido político según les sople el viento electoral; y porque esa es en efecto la clase de política que se hace tradicionalmente en México, donde los partidos se comportan como simples agencias de colocaciones. Lo que no entiendo del todo es la forma en que remata esta crítica, pues supone que tratar de hacer algo distinto es ingenuidad. Sobre todo –y en esto coinciden casi literalmente Krauze y Domínguez–, si esta diferencia se concibe como una resistencia civil pacífica. Ambos críticos citan aquí a Gandhi y dan por sentado que en México un movimiento inspirado en él sería inútil, ingenuo, histriónico. ¿Por qué? No lo sé. No lo dicen. Supongo que porque aquí lidiamos con delincuentes crueles y sin conciencia, mientras que los indios lidiaban con el civilizadísimo ejército británico. No lo sé. En cualquier caso, la descalificación del pacifismo sirve para apoyar el uso de la fuerza militar en el combate al crimen organizado.

Domínguez parece apoyarse en Weber para declarar que la violencia es prerrogativa exclusiva del Estado y añadir que, en ese sentido, el presidente Calderón tiene derecho a ella –aunque violente la Constitución sacando al Ejército a la calle. Pero ni siquiera él deja de escuchar el reclamo de fondo –ése que no le niega al Estado tal derecho, sino que le exige que lo use para el bien de la ciudadanía, no para su mal; ése que le señala al gobierno actual su fracaso en el empleo de la violencia, porque la violencia se ha vuelto en contra de aquellos a quienes dice proteger de la violencia, y se ha vuelto en contra de ellos impunemente. No, Domínguez no apoya este reclamo, pero al menos lo escucha. Y no podría ser de otro modo, cuando hasta el presidente y el secretario de la Defensa han reconocido que militares y policías cometen “errores”, y que en esta guerra, como en todas, hay “daños colaterales”. Llamar así a las cosas es cínico y es ofensivo, pero también evasivo. Esos sí que son términos vagos y abstractos, encaminados a rebajar la gravedad del problema; vagos y mal intencionados, encubridores, mentirosos…

Es la impunidad de esos actos y de esas palabras lo primero que reclama Sicilia. Por eso lo que dice su movimiento no es abstracto ni es ingenuo. No podría serlo. Porque no es, en principio, sino una reacción ante lo evidente. Y lo que dice es simple: ¡Estamos hasta la madre! Hay 40 mil muertos en lo que va de este sexenio, mientras los políticos y los funcionarios sólo piensan en lo suyo (las elecciones, las prebendas, los cochupos). El país se está cayendo a pedazos, carcomido por la corrupción, el crimen y la violencia (de los narcos y de las fuerzas del Estado). ¡Paren esta locura! ¡Ya basta!...

La demanda es simple y está bien justificada. Pero el gobierno no parece sopesar su gravedad como debiera. Porque no parece entender que los mexicanos –como todos– aguantamos mejor la pobreza y la miseria que la injusticia. O, dicho de otro modo, que aguantamos mejor la injusticia económica y la injusticia social que la injusticia jurídica, la injusticia en su sentido lato. Cuando ve a la gente protestar por la injusticia, el gobierno debería escuchar con atención y actuar con diligencia. Se trata de algo simple, pero muy grave y urgente. Es indicio del desmoronamiento del estado de derecho.

Si Krauze se siente llamado a advertirnos del peligro que corre el movimiento de Sicilia al cometer el pecado de ingenuidad es quizá porque está pensando ya en lo que sigue, y a sus ojos lo que sigue es “la politización” del movimiento. Quiero decir, la politización en el peor sentido del término. El movimiento es ya político, desde luego, pero lo es sobre todo respecto de lo político, no de la política (y de ahí que su actitud sea “ciudadana”). Cuando Krauze le pide a Sicilia que haga durar su movimiento, lo que le pide es que lo conserve libre de la mala politización, libre de la política, no de lo político. La advertencia es valiosa, por más que uno no crea que Sicilia se vaya a dejar arrastrar a la cloaca de la política “normal”. Domínguez abriga menos esperanzas –o, mejor dicho, no abriga ninguna. Él condena desde ya al movimiento a no tener más futuro que el de la fundación de una A.C. o la sumersión en el charco pantanoso de la izquierda. Para él, Sicilia no tiene ninguna esperanza de sobrevivir en el violento mar de tiburones que es este país. Por eso es extraño que, con todo, también él tenga algo que pedirle: que busque –dice– “un meridiano político-moral que concilie a quienes consideramos que el presidente Calderón posee toda la legitimidad para combatir al narcotráfico con quienes consideran errada la estrategia”. Sí, algo se mueve...

Yo supongo que Javier Sicilia leerá los artículos de Krauze y Domínguez con la generosidad de siempre y que sabrá ver en sus palabras, no algo que le piden, sino algo que le dan. Esto es, creo, parte de la lección moral que Sicilia está dándole al país. l



domingo, 5 de junio de 2011

NEBLINA MORADA: El solitario filósofo

NEBLINA MORADA
El solitario filósofo
Irving Ramírez

¿Puedes sobrevivir en el mundo que enseñas
Podemos sobrevivir en el mundo que predicas?
Canción "Philosopher", Yelowstone and Voice


La nueva ley de la inmoralidad es la soledad. La figura del filósofo ese ser en peligro de extinción, se hace necesarísimo en estos tiempos oscuros y de incertidumbre. No hablaré de la filosofía, tampoco citaré a pensadores., me interesa esa figura extraña que funda un islote de preguntas a su alrededor. Lo que me impele a seguirlo es su tozudez para descifrar el mundo, para buscar sentido a todo, para solucionar los problemas que le plantea su época. Una canción formidable de los años setenta, “Filósofo”, de Yelowstone and Voice, hurga en el significado del ser que nació para abolir resistencias. Allí no se requiere ser profesional, o un erudito, más sí un intelectual y un persistente pensador de todo. La idea de un guía, que no un líder (denominación gastada por el neoliberalismo y mercantilizada al máximo), que oriente y deduzca con sus ideas, es un remanente en el mundo.

Filósofos serían (con perdón de irritar ortodoxias) Lennon, Trostky, Walter Benjamín, Jodorowski, Van Gogh. De hecho para mí, un filósofo cae más dentro del romántico que del pedante. Un humanista. La teoría en todo caso serviría para desterrar los miedos, no imagino alguien que elabore categorías nuevas todo el tiempo, y que base su vida en el discurso, como un anacoreta alejado y distante. Un solitario sí, por necesidad. Pero inmerso en sus ideas para compartirlas.

El filósofo en el mundo contemporáneo se confunde, se pierde entre el estruendo de los días. Es un ser desconocido, que debe superar esa barrera del saber impuesta por la academia, y que lo sojuzga en medio de teorías de otros, para reconquistar espacios vedados.

Partir del pasado para centrarse en lo nimio y cotidiano. Todo pensamiento nuevo lo aísla, todo carácter añejo lo necesita. Entender el mundo es su tarea, abrir esos caminos sin la abstracción de antaño, me parece, es el gran reto. La gente busca respuestas y sentidos, y una vía es la filosofía; los alejados de esta disciplina al acceder a ella, agradecen un cambio en sus vidas (lo sé por experiencia). Son llaves maestras, recovecos posibles. ¿Qué fue de los grandes filósofos en su tiempo? Se obstinaban en una misión que, a veces, los obligaba a subsistir entre penurias, y que restaba tiempo a otras actividades normales. La exigencia de pensar como una misión ineludible, pero con la encomienda de compartir era y ha sido y es el signo. El filósofo parece un alienado, y funge como un incomprendido a pesar de su importancia. Suele ser profesor, escritor, y su sino es ser oído. Otra cosa que me parece esencial es que el filósofo no solo participa de la razón, sino que debe o debería, potenciar sus sentimientos. La razón sí, pero regida por la intuición, por los afectos, por la dimensión emotiva y desgastar así el dogma de la razón pura. Conocer pero intuir pero sentir pero colocar en primer plano la ética y la dimensión humana con sus pasiones y deseos.

Sólo es solo este ser porque su radio de acción le permite abstraer su circunstancia para hallar razones y modos de influir en la realidad y hacérnosla asequible; y, eso me parece, supera los sistemas. El filósofo será un infinito anónimo que se sabe mortal y que anticipa los miedos e inseguridades de sus semejantes; les da un cauce digamos, o posibilidades de comprensión. A veces, hasta cura. Y eso no es poco para tanta indiferencia. Dejémosles en sus derivas y ajustes, que ellos noten que alguien seguramente los escucha. Pugnemos porque vuelvan a plantear preguntas, que es la mejor forma de responderlas. Que se acerquen a la condición humana, fuente de todo problema inexpugnable. Volvámonos sombra de sus sombra, y que nos den el rastro, para seguir solos, sus palabras.