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domingo, 4 de septiembre de 2011

NEBLINA MORADA, El chile es el aura de México

NEBLINA MORADA
El chile es el aura de México
Irving Ramírez

Y uno lleva su aura a todas partes. Qué curioso, tengo amigas en el extranjero, y lo que extrañan en primera instancia es el chile guisado de cualquier manera. En primera instancia ese es su anhelo. Hablaba con un argentino ayer, y me decía que en su patria el mate es algo comunitario, un deber social. El chile es algo parecido. Hermana las clases sociales, se despliega en su inmensa diversidad por el territorio, y por la química de cada ser de esta tierra. Su presencia es tan necesaria como una necesidad psíquica, se extraña, se busca, se persigue. En ninguna parte del mundo ese sentir agridulce logra un sentido tan profundo, habla quizá de ese malestar que gratifica. De ese leve masoquismo que nos hace sentirnos vivos. El de cera y el piquín verdaderos demonios del cuerpo, su ácido que discurre por las glándulas adormeciéndolas. Un adicto al chile, alguien que además se excede, sabe de esto, cuando la cara se duerme y hormiguea. Y qué decir de las salsas multicolores y profusas, rojas, verdes, negras, combinadas, con tomate, en molcajete molidas para abrazar la piedra en ese rito prehispánico indígena, nutriendo toda la cocina inmensa y variada de todo el territorio mexicano con las enchiladas, los chilaquiles, los caldos como el pozole, el chileatole, los diversos moles y guisos, el pipián, etc., y en todo tipo de comida nacional es base de toda una nomenclatura que suele ser endémica.

El chile es un sentir nacional, parte de la educación sentimental, y se confirma como un catecismo inusual. Nos acompaña desde temprano en la vida, y se agota con los años y la existencia vivida. Cuando alguien va al extranjero extraña sobre todo si es prolongada su estadía, dos cosas: El chile y la masa de maíz (en tortillas, gorditas, etc.). Muchos deciden volver o buscar una manera de conseguirlo, dicen que en Italia es considerado droga, y también en otros ámbitos ponderan sus cualidades medicinales, nutritivas, cuasi milagrosas.

Si Schopenhauer decía que el placer es la ausencia de dolor, y Nietzsche que había que sumergirse en el sufrimiento para resurgir fortalecidos, el chile sería una metáfora elocuente de esta condición. Un placer que lastima, un sabor que limpia con el quemante susurro de su magia. Digamos que una atmósfera será efímera, pero dotará de energías para adentrarse en el cuerpo, en el alma según el loco de Basilea, y allí hallará ese recuerdo de quién es este ser que requiere de esta centella para despertar.

El chile, perdón por el lugar común, es un símbolo. De hecho hasta la forma del país semeja un chile doblado. Una patria picante, con picardía. Una patria alegre, avispada, un país alerta. Y sobre todo sumergido en esa tragicomedia que en el espíritu logra lo que el chile en el estómago. Placer y dolor. Si en este país el melodrama es un estigma, ese acto masoquista del displacer que provoca placer con el picante es sintomático. Pero también es un correlato de la resistencia, del poder de soportar el fuego que se resbala. Arde el aura, arde el sosiego, y baila uno en pos del alivio pero en espera de volver a incendiar nuestro interior. Al fin y al cabo todos comen, poco o mucho, o son comidos por él.

Es un vicio que solo por enfermedad se abandona, una necesidad más allá del ritual alimenticio. Signo de identidad, en todas partes, del mexicano, refugio de la conciencia nacional, herencia ancestral de abuelos y de los pueblos originarios. Y por ello entiendo esa ansiedad y esa nostalgia de quienes emigran: el chile es patria, arraigo, raíz y memoria. Ah, que afortunados los que crecimos en este país con su compañía, y bebemos su néctar y sus ardores como un acto litúrgico que nos mete en la vida aun cuando emane algún tipo de letargo. El chile es destino. Es herencia. Acabará con la raza, es decir, no con su exterminio, el último mexicano morderá un chile xalapeño, oriundo de mi tierra, solo por una empacadora que había años ha, y que dio nombre a estos verdes sacrificios sin que realmente se cultive en demasía en estas tierras. Pero qué más da: xalapeños somos, y con los chiles nos presentamos.

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