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domingo, 14 de agosto de 2011

NEBLINA MORADA, Al faro

NEBLINA MORADA
Al faro
Irving Ramírez


¡Ah el faro: la gran luciérnaga!

Fascinante sitio que ha propiciado novelas, cuentos y películas memorables. El faro, como se sabe, es una torre en una isla o isleta o puerto que sirve para iluminar a intervalos la llegada de los barcos. No obstante, es más que eso: símbolo de la seguridad y la solidaridad de tierra adentro, emblema de la luz que se avecina a existencias azarosas, refugio de solitarios y de seres del mar. Un faro para solitarios es la poesía. Recuerdo que siempre de niño fantaseaba con habitar allí con mis gatos y mis libros y una máquina de escribir para crear una obra. Allí escuchando el rumor sensible del mar, allí entre los albatros y las lanchas a lo lejos, allí con la música necesaria que impregna ese obelisco.

La novela de Virginia Woolf Al faro, mi favorita de ella, narra la vida de una familia y la relación conflictiva de un hijo con el padre, y la excursión hacia el faro como deseo postergado del muchacho eternamente hasta la muerte del progenitor. El faro es el emblema fálico y real del poder patriarcal, y de la avasallante presencia del padre en la vida infantil que sufrieron Kafka, Broch y otros escritores. Ese inaccesible tránsito siempre prometido por el padre, es la imposible vía hacia la figura paterna también. La omnipresente presencia del autoritarismo, en estos casos.

Pero el faro es un tema para Tario y Becerra, dos escritores del mar; el uno narrador secreto, el otro poeta olvidado, ambos los mejores para mi gusto, en México. Lo usaron como metáfora, como teleología. En el cine La isla siniestra de Scorsese tiene en el faro el sitio de la revelación y la resolución del delirio del protagonista, y allí se desvela el autoengaño a que su locura le reciclaba.

Yo tengo una novela que termina en un faro, con el protagonista, escribiendo la historia al final en medio de una tormenta y oyendo "Forever Young" de Alphaville a todo volumen, y la historia de un vampiro que va a terminar allí sus últimos días en medio de la calma y la renuncia. Famoso es el faro de Alejandría, y otros, pero son lugares bellísimos, que auspician el aislamiento consentido, la presencia del guardián, del centinela de los adioses, aquel que ve los barcos sucumbir o arribar sin aspavientos, aquel que vigila la fuerza de las tormentas y que acalla la negrura de la noche con su rayo de silencio. Sí, el ser humano debería ser un faro iridiscente. Y sobre todo, capaz de iluminar su propia vida.

Los amaneceres en el mar son un prodigio, los ocasos la bendición de la vida. Allí los tonos rojizos, y la flama amarilla y naranja irrumpen con su revoloteo mercenario. O, como el gran José Carlos Becerra cuando dice: “…Sólo tu cuerpo puede iluminar la noche/sangrar de los cuatros costados de la oscuridad que pregunta/ sólo tu piel con intención de océano… Y es ella, pero es a la vez un faro”. O en la novela de Virginia Woolf en la parte final dice “James miró el faro. Podía distinguir las rocas blancas de espuma; la torre desnuda y derecha que llevaban unas barras blancas y negras; podía ver las ventanas, veía incluso la ropa lavada tendida sobre las rocas para secarse. Entonces ¿era esto el faro?... No; también eso otro era el faro. Pues nada es tan sólo una cosa; aquello otro también era el faro." El faro es además morada, hábitat de algún ser del mar, y se torna Ermita, buhardilla, torre de conexión con el cosmos; en él la tierra, el mar y el infinito acogen el destino legendario de una recepción humana a los viajeros. Termino con un fragmento de mi poema “Campo en desmemoria”:

Soy atónito en el aire
y las luciérnagas me ladran
busco en el pellejo de la tierra
un cráneo que alumbra a los viajeros
un faro que alumbra solitarios
el árbol de la espuma
la montaña sin nombre
los dedos cabalísticos
algo…

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