free counters

domingo, 15 de mayo de 2011

NEBLINA MORADA: Un recuento de la luna

Un recuento de la luna
Irving Ramírez


¡Oh, la luna! Ingrata pasajera de la sinrazón. Parece alguien que nos observa, tal vez nos consuela, o quizá solo nos fastidia con su enorme belleza. Miguel Hernández fue perito en lunas, Efraín Bartolomé le puso música, y todos los poetas de todos los tiempos se la apropiaron. Decir luna es decir fantasma: no solo por su color, sino porque lo que vemos no es real, su luz es prestada, es refractaria y si no hubiese sol, sería un cuerpo opaco y gris. Sin embargo, esa vocación de espejo nos alienta. Todas las lunas del mundo son la misma luna, pero a cada cual, le dice algo distinto. La tranquilidad que da hallarla ahí todos los días: silenciosa, profundamente silenciosa; vigilante, profundamente vigilante; esquizofrénica —como decía Tario—, profundamente esquizofrénica, es esencial. Paul Auster escribió esa esplendida novela El Palacio de la luna, que es la referencia omnipresente a su influjo como destino desde su conquista por el hombre, y su marca en las vidas diminutas y terrestres. Los trovadores la llevan como un escudo o un broche emotivo (Eugenia León y su luna, por ejemplo). Más allá de los efectos físicos hacia las aguas, que el filósofo Bachelard estudió profusamente, de la relación con lo femenino en la psique y el cuerpo, de la fertilidad a la que se asocia, la luna es la parodia de los sueños. Su atenta indiferencia nos corrompe y nos fija; su veleidosa cadencia nos ciñe la figura. Somos los hijos de la luna.

Alberto Caeiro escribió que “pasé la noche sin dormir, viendo, sin espacio, la figura de ella/ y viéndola siempre de maneras diferentes de como la encuentro/ hago pensamientos con el recuerdo de lo que ella es cuando me habla/ y en cada pensamiento varía de acuerdo con su semejanza/ amar es pensar/ Y yo casi me olvido de sentir solo de pensar en ella/ no sé bien lo que quiero, incluso de ella, y no pienso sino en ella/ tengo una gran distracción animada/ cuando deseo encontrarla/ casi prefiero no encontrarla/ para no tener que dejarla después…”

Y sí, solo podemos sentirla en femenino, es caprichosa como su parcialización y sus dentelladas a sí misma. Toda la luna del mundo y del tiempo nos ha contemplado distante, pero pasando su mano por sobre calles y campos para sentirnos. Ningún enamorado la alude, ningún solitario la desconoce, ningún ser absorto desiste de su diálogo incesante. Y así, la vemos temblar en los estanques, reír de nuestros esfuerzos y dilemas. Mientras haya luna, la vida se significa en pos de ella. Para poseerla no basta con desearla —inalcanzable fruta blanca—, se ignora que tampoco basta contemplarla para conquistarla, solo hay que seducirla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario