Un recuento de la luna
Irving Ramírez
Irving Ramírez
¡Oh, la luna! Ingrata pasajera de la sinrazón. Parece alguien que nos observa, tal vez nos consuela, o quizá solo nos fastidia con su enorme belleza. Miguel Hernández fue perito en lunas, Efraín Bartolomé le puso música, y todos los poetas de todos los tiempos se la apropiaron. Decir luna es decir fantasma: no solo por su color, sino porque lo que vemos n

Alberto Caeiro escribió que “pasé la noche sin dormir, viendo, sin espacio, la figura de ella/ y viéndola siempre de maneras diferentes de como la encuentro/ hago pensamientos con el recuerdo de lo que ella es cuando me habla/ y en cada pensamiento varía de acuerdo con su semejanza/ amar es pensar/ Y yo casi me olvido de sentir solo de pensar en ella/ no sé bien lo que quiero, incluso de ella, y no pienso sino en ella/ tengo una gran distracción animada/ cuando deseo encontrarla/ casi prefiero no encontrarla/ para no tener que dejarla después…”
Y sí, solo podemos sentirla en femenino, es caprichosa como su parcialización y sus dentelladas a sí misma. Toda la luna del mundo y del tiempo nos ha contemplado distante, pero pasando su mano por sobre calles y campos para sentirnos. Ningún enamorado la alude, ningún solitario la desconoce, ningún ser absorto desiste de su diálogo incesante. Y así, la vemos temblar en los estanques, reír de nuestros esfuerzos y dilemas. Mientras haya luna, la vida se significa en pos de ella. Para poseerla no basta con desearla —inalcanzable fruta blanca—, se ignora que tampoco basta contemplarla para conquistarla, solo hay que seducirla.
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